viernes, 19 de septiembre de 2008

Léase: la historia de la humanidad III

Al mismo ritmo que una gotera lejana que resonaba en la oscura pestilencia del drenaje profundo, un homínido de ropajes ligeros y oscuros jugueteaba con un puñado de monedas de latón esperando la llegada de su contacto. El agua apenas visible le llegaba a los tobillos y temblaba haciendo parpadear pequeños haces de luz. La espera, a pesar del control casi absoluto que ejercían los civiles en resistencia sobre el despojo del alguna vez terrorífico ejército invasor, le inquietaba, pues aun conociendo la desconfianza del sujeto que esperaba le parecía exagerado tenerle esperando tres cuartos de hora en un punto de reunión como ése, además conocía el peligro que representaba para él un encuentro de semejante naturaleza, pues, aunque escasas, las acciones urdidas por el Órgano de Inteligencia enemigo, que básicamente constaban en la siembra de pistas y contactos falsos para secuestrar y torturar a muerte a la víctima para obtener información y la localización de las fantasmales sedes rebeldes, eran perfectamente disfrazadas, por lo que al menos diecisiete compañeros suyos desaparecieron de ese modo; las precauciones y la paranoia resultaban insuficientes.

Finalmente un grupo de ratas espantadas anunció su llegada. La penumbra le impedía distinguir atinadamente siquiera su complexión y no tuvo manera de reconocerlo, así que, mientras le seguía por un laberinto interminable de conductos subterráneos tras un gruñido que suponía ser un saludo, posó su mano sobre la culata de su revólver con disimulo. Evidentemente tenía intencio­nes de desorientarlo para que no pudiera encontrar nuevamente el camino y a Rogelio le pareció reconocer en numerosas ocasiones el mismo sitio. Al llegar a lo que parecía ser el fin de uno de tantos callejones el hombre tomó un bastón que encontró recargado en una pared y golpeó siete veces, con intervalos de quince segundos, a través de un pequeño agujero que había en el techo. Acto seguido se abrió una portezuela que iluminó por instantes las paredes verdosas y la fauna de insectos que huyó despavorida. Veinte hombres armados de distintos calibres bajaron y se formaron detrás del contacto, quien a la luz de la superficie evidenciaba sus rasgos extranjeros. Rogelio extrajo de una mochila un saco con unos siete u ocho kilogramos de distintas piezas de oro y se lo entregó. Tras revisar el contenido dio media vuelta e hizo un gesto afirmativo. Ahora contaban con el apoyo de los cabecillas del narcotráfico, quienes echaron a correr por las entrañas de la ciudad. «Al fin estamos completos», pensó.

Guiado por un hombre diminuto pero fornido llegó nuevamente al punto de reunión inicial desde donde pudo encontrar fácilmente el camino que buscaba. Subió por una escalera de acero que a pesar de la edad se mantenía adherida a la pared por necedad y levantó una capa de ladrillos flo­jos que le permitieron la salida al centro de un hermoso jardín donde el resto de sus compañeros le esperaban.

-Fueron a buscar a sus hombres. Regresan a más tardar en dos horas.

Sin embargo cincuenta minutos después el ejército se encontraba completo y acomodado en sus respectivos puestos de acuerdo a los rudimentarios mapas de la mesa de superficie ajedrezada en que se habían colocado, donde los edificios no ocupaban con precisión el espacio que había entre calle y calle en aquella, la avenida principal: protegidos por francotiradores dispersos en las azoteas de los edificios más altos, numerosas agrupaciones de infantería improvisada esperaba con más ansia que miedo. Al otro lado de la avenida, en la glorieta homó­nima, una enorme mancha de soldados idénticos se preparaba para avanzar. Justo antes de la hora acordada para iniciar la operación «exterminio» se oyó un discurso de aliento y esperanza para quienes conformaban el batallón de choque. «…sabemos que no es lo que elegiríamos hacer…» escuchó vagamente Rogelio mientras pensaba «No van a matarme, así que lo mejor será acabar rápido con ellos… con esto… y así olvidarme de toda esta locura». Entonces un compañero suyo, hombre de mediana estatura y prominente frente, cuyos ojos desaparecían tras el grueso cristal de los anteojos, le distrajo:

-Sabes que todo esto es inútil, ¿cierto?

-¿Lo dices por la organización? No tiene caso ser pesimistas ni pensar en ello.

-No. ¿Has escuchado noticias sobre lo ocurrido en el resto de la nación? El ejército sucumbe ante las armas enemigas y es cuestión de días para que los refuerzos vengan a destruir lo que hemos logrado hasta ahora.

-¿No te parece un poco tarde para este tipo de reflexiones?

-Tienes razón. Simplemente quería saber si creías que realmente vale la pena.

Ya en formación, se escuchó un grito de avance en ambos lados y las armas comenzaron a escu­pir muerte desde las alturas. De cada matiz social existente en una nación se conformaban las filas que avanzaban hombro con hombro: soldados, estudiantes, funcionarios, sicarios, madres, inmigrantes campesinos y extranjeros, políticos, comerciantes, policías, músicos, médicos, profesores e incluso algún vagabundo encaraban a una muerte más digna que la que ofrece el terror de la indiferencia. La línea frontal cayó.

A escasos metros del choque entre ambos bandos un pensamiento invadió la mente de todos los combatientes, quienes maldecían la incompetencia y altanería de sus líderes políticos: «Y pensar que todo comenzó como una batalla de esgrima verbal».

Algunos con bayonetas, otros con la culata de sus armas, cadenas, tubos, sartenes, machetes, y los menos con los puños desnudos se arrojaron contra el pelotón enemigo y las bajas comenzaron a incrementar con cada segundo. Una mancha azul, irregular y vacilante, se fusionó con una mancha negra, determinada y mortífera. Pronto se creó una gran confusión y muchos comenzaron a tropezar y caer junto a los cadáveres, muriendo aplastados por la multitud. La desesperación, los gritos, los disparos, el caos, el remordimiento y el dolor se juntaron en un solo punto y de pronto nadie supo quién era quién. Como último recuerdo lúcido Rogelio se visualizó rechazando una última oferta de vida: «Hijo, hay espacio para ti dentro», dijo un extraño armado al señalar una furgoneta que huiría clandestinamente en dirección a la sierra. Entonces su mente explotó y cayó con el cuerpo totalmente acribillado, inconsciente.


Ni un ínfimo recuerdo conservó desde su desmayo y cuando despertó se encontraba en una habitación con pocos muebles de plástico suave y paredes acolchonadas. Sus brazos estaban fuertemente sujetos contra sus costillas y a penas y podía caminar. Se asomó por una ventana y vio al resto de sus semejantes reposando en el pasto, algunos dormitando, otros analizando minu­cio­samente la esquina de una hoja que doblaban y desdoblaban periódicamente, lo cual le hizo soltar, inexplicablemente aún para él, una carcajada tan sonora como tétrica. Continuó analizando la habitación y encontró una charola con platos vacíos y sucios: ya había comido. En la pared opuesta a la ventana podían verse trozos de pared rasgados por el poder de cinco pares de uñas. Sin explicarse su situación decidió sentarse a esperar, espera que concluyó con una respuesta tan vana como cortante: «Saldrás cuando recuperes la cordura», dijo el médico antes de echar llave a la puerta de la habitación. Se puso de pie sobre su cama y comenzó a declamar en tono solemne para un público visible pero inexistente:

-Desconozco la conclusión de mi pasado y me veo ahora aquí encerrado. No sé ni me interesa saber los medios ni las causas de mi despertar en este inhóspito lugar. No me explico por qué sigo vivo y a decir verdad preferiría no estarlo, sin embargo ahora que sé estarlo… -se interrumpió con una carcajada más estruendosa que las anteriores, causada por un cosquilleo en su cerebro-. De nada serviríame preguntar por los resultados de la batalla, y de nada nos sirvió participar en ella, he ahí tu respuesta –dijo al hombrecillo de los lentes gruesos, quien se sentaba en una esquina de la habitación y en un parpadeo desapareció-. El mundo exterior se ha acabado para mí y seré simplemente uno más de los victimarios y victimados que la guerra exige para no extinguir su negra llama. De uno u otro modo nadie ganó ni ganará, sino todo lo contrario: perdemos todos, morimos todos, desaparecemos todos. Las circunstancias, los intereses, el odio y el miedo nos orillan a matarnos los unos a los otros para sobrevivir… ¡de nuestra misma especie! Y es entonces cuando todos nos convertimos en una pieza sin rostro que avanza ciegamente a perderlo todo; y es entonces cuando no importa quiénes somos o éramos, pues a final de cuentas el destino final nos alcanza y el olvido se lo lleva todo con tal prontitud… ¡Sal de mi cabeza de una vez!

Dirigió la mirada hacia la ventana desde la cual se observaba el omnipresente sol, cuya alentadora luz se colaba por la ventana y le calentaba. De pronto la luna lo eclipsó y todo volvió a ser oscuridad.

Estamos condenados a documentar un ciclo interminable: la historia de las guerras: la historia de la humanidad.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Ser dios es estar envenenado

En el éxtasis no estoy solo. Soy como los niños o como los perros que se superan cuando tienen espectadores de sus gracias. Soy un histrión que necesita un público.
El éxtasis es estar envenenado. Ser dios es estar envenenado. El veneno es la sustancia de que está hecho Dios. Dame otra copa de veneno. Veneno igual a euforia, igual a fuerza, igual a la locura.
Laberinto. Laberinto. Tengo el hilo para salir del laberinto. Pecera. Acuario. ¿Soy pez? ¿Soy el visitante del acuario? Me río. ¿Por qué sé que me río? Porque me río haciendo burbujas, porque yo mismo soy una burbuja, una burbuja como una pompa de jabón, una burbuja irisada, una burbuja de plástico, un globo traslúcido, una retorta, una esfera que rueda, que rueda con otras esferas, con millones de esferas y caen, indefinidamente caen, indefinidamente resbalan en el espacio oscuro.
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Fernando Benítez, Los hongos alucinantes, capítulo 3: Delirios y éxtasis, editorial Era, 1964

Vent'anni


Vent'anni sembravan tanti, guardavo davanti a me
Sentivo una forza dentro, io non mi arrendevo mai
Volevo cercare io con gli occhi miei, e scegliermi solo io la vita

Non mi bastava il tempo e non mi bastavi tu
Un anno era come un giorno, io non mi fermavo più
Volevo cercare io con gli occhi miei, e scegliere solo io la vita mia.

Non mi bastava il tempo e non mi bastavi tu
Un anno era come un giorno, io non mi fermavo più.
Tu ruru ruru ruru ruru
Tu ruru ruru ruru ruru

Qui non speravamo di tornare qui, oh no no no no no
Qui non credevamo di trovarvi qui, oh no no no no no

Era molto tempo fa, suonavamo il Rock and Roll
Ora lui chissà dov'è, ma noi siamo qui.

Turu ruru ruru rururu
Turu ruru ruru rururu

------------------Traducción------------------

Veinte años parecían tanto vistos delante de mí
Sentía una fuerza dentro, yo no me arrepiento nunca
Quiero buscar con mis ojos y elegirme sólo la vida

No me bastaba el tiempo y no me bastabas tú
Un año era como un día, no me detenía más
Quiero buscar con mis ojos y elegirme sólo la vida

No me bastaba el tiempo y no me bastabas tú
Un año era como un día, no me detenía más
Tu ruru ruru ruru ruru
Tu ruru ruru ruru ruru

Aquí. No esperábamos volver aquí, oh no, no, no, no, no
Aquí. No esperábamos encontrarte aquí, oh no, no, no, no, no

Hace mucho tiempo tocábamos Rock and Roll
Ahora quién sabe dónde está, pero nosotros estamos aquí.

Turu ruru ruru rururu
Turu ruru ruru rururu


La traducción no es exacta, pero da a entender el significado de la letra.
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New Trolls, Vent'anni, Concerto Grosso per i New Trolls, 1971

jueves, 4 de septiembre de 2008

Epitaph



The wall on which the prophets wrote
Is cracking at the seams.
Upon the instruments of death
The sunlight brightly gleams.
When every man is torn apart
With nightmares and with dreams,
Will no one lay the laurel wreath
When silence drowns the screams.

Confusion will be my epitaph.
As I crawl a cracked and broken path
If we make it we can all sit back
And laugh.
But I fear tomorrow Ill be crying,
Yes I fear tomorrow Ill be crying.

Between the iron gates of fate,
The seeds of time were sown,
And watered by the deeds of those
Who know and who are known;
Knowledge is a deadly friend
If no one sets the rules.
The fate of all mankind I see
Is in the hands of fools.

------------------Traducción------------------

La pared en que escribieron los profetas
Se parte de las costuras
Por encima de los instrumentos de la muerte
La luz del sol resplandece
Cuando todo hombre es desgarrado
Con pesadillas y con sueños
¿Pondrá alguien la corona de laureles
Cuando el silencio ahogue los gritos?

Confusión: será mi epitafio
Mientras me arrastro por un sendero partido y roto
Si lo logramos podemos sentarnos
Y reir
Pero temo que mañana estaré llorando
Sí, temo que mañana estaré llorando

Entre los portones de hierro del destino
Se sembraron las semillas del tiempo
Y regadas por las hazañas de aquellos
Que saben y que son conocidos;
El conocimiento es un amigo letal
Si nadie establece las reglas
Veo que el destino de toda la humanidad
Está en manos de tontos
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King Crimson, Epitaph, Album: In the Court of The Crimson King, 1969

viernes, 1 de agosto de 2008

Omokage

Supongo que si te hablo de aquella extraña sensación no me entenderías. Es fácil describirla, pero no lo es tanto concebirla. Lo ideal es sentirla. No sé por qué motivos fue que esa canción, después de tanto tiempo, me trajo tan extraños recuerdos. Apenas comenzó a sonar hice a un lado mis actividades y comencé a recordar, mientras que esa sensación se apoderó de mi torrente sanguíneo, enviando litros de sangre hirviente hasta el más diminuto capilar. ¿Entiendes de qué hablo? Si no, algún día lo harás. Después de todo, es inevitable verle el rostro a la Muerte unos instantes antes de perder la vida, y su mirada produce invariablemente esa sensación.

lunes, 7 de julio de 2008

Fragmento de "La muerte de Artemio Cruz"

-Depende de cómo lo mires. Tú nada más has andado en las batallas; has obedecido órdenes y nunca has dudado de tus jefes.
-Seguro. Se trata de ganar la guerra. Qué, ¿tú no estás con Obregón y Carranza?
-Como podría estar con Zapata o Villa. No creo en ninguno.
-¿Y entonces?
-Ése es el drama. No hay más que ellos. No sé si te acuerdas del principio. Fue hace tan poco, pero parece tan lejano… cuando no importaban los jefes. Cuando esto se hacía no para elevar a un hombre, sino a todos.
-¿Quieres decir que hable mal de la lealtad de nuestros hombres? Si eso es la revolución, no más: lealtad a los jefes.
-Sí. Hasta el yaqui, que primero salió a pelear por sus tierras, ahora sólo pelea por el general Obregón y contra el general Villa. No, antes era otra cosa. Antes de que esto degenerara en facciones. Pueblo por donde pasaba la revolución era pueblo donde se acababan las deudas del campesino, se expropiaba a los agiotistas, se liberaba a los presos políticos y se destruía a los viejos caciques. Pero ve nada más cómo se han ido quedando atrás los que creían que la revolución no era para inflar jefes sino para liberar al pueblo.
-Ya habrá tiempo.
-No, no lo habrá. Una revolución empieza a hacerse desde los campos de batalla, pero una vez que se corrompe, aunque siga ganando batallas militares ya está perdida. Todos hemos sido responsables. Nos hemos dejado dividir y dirigir por los concupiscentes, los ambiciosos, los mediocres. Los que quieren una revolución de verdad, radical, intransigente, son por desgracia hombres ignorantes y sangrientos. Y los letrados sólo quieren una revolución a medias, compatible con lo único que les interesa: medrar, vivir bien, sustituir a la élite de don Porfirio. Ahí está el drama de México(…)
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Carlos Fuentes, “La muerte de Artemio Cruz”, 1962

jueves, 24 de abril de 2008

Léase: la historia de la humanidad II

Tras varios minutos de inquietud, voces, risas, diversos ruidos, un grito mudo y una fuerte sacudida, abrió los ojos y se encaró con una almohada que improvisó con tela y algodón. El dolor del brazo era insoportable y las pesadillas no dejaban de acosarle tanto dormido como despierto. Su cuerpo segregaba sudor a chorros, el cual le ayudaba a sentir con mayor intensidad la helada ventisca que se colaba por alguna ranura. Sin moverse de su lugar comenzó a recapitular y en el momento en que recordó todo se levantó de golpe: las pesadillas sólo eran un recuerdo de sus más recientes horas de supervivencia y se encontraba en una de tantas casas que eran utilizadas como escondite por aquellos que huían y conspiraban contra los nuevos regentes; su oído izquierdo había dejado de funcionar por la constante exposición a explosiones y un revólver ocupaba un espacio entre su cadera y su pantalón: tres meses y sus respectivos enfrentamientos contra los soldados le bastaron para dominar el manejo y afinar puntería. Para corroborar introdujo una mano a su bolsillo trasero, donde encontró un manojo de cables y algunas balas de bajo calibre. Buscó en otro bolsillo y tomó un par de pastillas que tragó sin más con la remota esperanza de aliviar el dolor que le punzaba el brazo. Comenzó a caminar en círculos evitando pisar al resto de la gente que dormía con él y finalmente se acercó a la ventana, extrajo un paquete de cigarrillos y encendió uno, tratando de expulsar el humo a través de los vidrios rotos. En la calle no se veía un alma y la oscuridad sólo se interrumpía por el constante paseo de autos atestados de militares que vigilaban las calles. Gracias a los constantes ataques (apoyados clandestinamente desde el extranjero por grupos simpatizantes y desertores) los medios y métodos de vigilancia se volvieron mucho más estrictos, pues el número de bajas militares comenzaba a dar ventaja al Movimiento Civil de Recuperación, además corrían rumores de la llegada de una brigada de súper soldados genéticamente alterados para ser inmunes al dolor y armados con lanzallamas y de un grupo élite de espías que se infiltrarían en los grupos rebeldes para extraer información y destruir internamente el movimiento. Sin hacer ruido acercó una mesa y una silla a la ventana, tomó algunas piezas de una caja de cartón y con los cables que tenía en su bolsillo comenzó a armar un nuevo cargamento de bombas, fumando un cigarrillo tras otro. Antes de verse involucrado en asuntos bélicos ostentaba un modesto récord de quince años libre de humo, sin embargo las recientes circunstancias le hacían consumir inconscientemente una cajetilla tras otra.
Tal y como se había acostumbrado a sobrellevar las noches de insomnio, continuó construyendo de manera completamente mecánica los explosivos mientras fumaba sin sacarse el cigarrillo de los labios más que para escupirlo apagado cuando al salir de su letargo se daba cuenta que había pasado diez minutos succionando un filtro chamuscado. Mientras tanto pensaba, divagaba, observaba atentamente cómo los cables cedían ante sus dedos insensibles, callosos y sangrantes, mirando con detenimiento las grietas de la piel. Recordó a su madre, desaparecida días atrás; a su hermana que había huido al campo para refugiarse con su pareja; pensó en sus amigos, de quienes no había recibido noticia alguna desde el momento en que se unió al movimiento; finalmente recordó los cadáveres casi irreconocibles que encontró sentados en el suelo del que alguna vez fue su hogar, recargados en la pared con los brazos sobre el hombro del cadáver que reposaba a su lado, como si posaran para una fotografía, sobre los cuales se leía «Desde el hogar debe comenzar la corrección. Bienvenido de vuelta». En ese instante soltó un bufido que hizo volar una nube de ceniza.
Cuando completó la sexta bomba el cielo ya clareaba. Arrojó la última colilla junto con la cajetilla vacía por la ventana y volvió a sentarse para contemplar su trabajo. Tras escasos segundos de reflexión se encaminó al rincón donde dormía y buscó dentro de su mochila otra cajetilla y un reloj de cuerda cuya carátula exhibía un ratón de marca registrada. Lo tomó entre sus manos y comenzó a darle cuerda: siete vueltas para las manecillas y cuatro para la alarma que debía sonar a las siete y media, junto con el resto de los relojes de la casa. Con un desatornillador abrió la tapa trasera y con los últimos cables que quedaban comenzó a construir un detonador, nuevamente divagando. Recordó esta vez, trabajando más rápido a cada segundo, la manera en que había sido involucrado en el conflicto: recordó su huída de los militares, al grupo de desconocidos que le había salvado y la primer explosión; recordó haber jurado que guardaría silencio, que no los entregaría aún a punta de cañón, pero que, por lo que más quisieran, le dejaran volver a su casa, petición respondida, tras varias negaciones, con un culatazo de escopeta en la cabeza: «En tiempos de guerra de nadie nos podemos fiar. De cualquier modo estás más seguro trabajando con nosotros»; recordó su fuga y retorno en la misma noche –acciones que pasaron desapercibidas por ambos bandos- y el momento más vacío de su vida, en que callejoneaba sin rumbo ni paradero, sin hogar ni posible asilo y sabiéndose identificado y perseguido por el nuevo régimen, hasta que, sin darse cuenta, se vio caminando de regreso al escondite de los rebeldes contra su voluntad, pero sabiendo que no había otro lugar al cual llegar después de la terrorífica escena que presenció en su casa: «Huyendo de los asesinos para refugiarme con otros», pensó un hombre que lo había perdido todo y acudía a un grupo de gente que odiaba para sobrevivir.
A las siete y cuarto unió las seis bombas al detonante, que se activaría cuando las campanas del reloj sonaran. Encendió un último cigarro que fumó tranquilamente mientras contemplaba los brazos del ratón avanzar. «Puedo hacerlo hoy… O quizás mañana», pensaba segundos antes de soltar una risotada que trataba de sofocar entre dientes. «Todo es culpa suya, ellos me obligaron». Miles de pensamientos se arremolinaban dentro de su cabeza: de culpa, de odio, de justificación, por mencionar los más lúcidos. «Aquí termina todo. Ya ha acabado el sufrimiento, es hora de volver a casa», «Podría fugarme de nuevo… pero no tiene caso», «¿Pensará alguien la ironía de los relojes?».
A pocos minutos de la hora indicada, la duda tomó posesión de sus manos. Acercó el reloj a su oído para escuchar los últimos segundos de su vida y entrelazó los cables en sus dedos. Quince segundos; apretó los ojos y comenzó a contar sincronizado al segundero. Simultáneamente, seguidos por el pequeño despertador, todos los relojes de la casa comenzaron a sonar: algunos con timbres digitales, otros con campanadas, uno con una grabación de trompeta y un gran reloj de péndulo en la estancia principal expulsaba periódicamente un gorrión tallado en madera exclamando «cucú» a todo volumen. Mientras tres docenas de personas se despertaban y se daba el relevo de centinelas, escondió el reloj debajo de su ropa y se puso de pie. «Será mañana, entonces». Se acercó a la ventana y a lo lejos divisó la cúpula de una iglesia, donde las campanadas llamaban a los fieles a misa. Su corazón dio un vuelco al pensar en la atrocidad con que intentarían dar fin a sus problemas y suspiró.

El reloj de la plaza central marcaba ya las siete cuando el auto se detuvo ante el portón de madera tallada, añeja y chirriante. El sopor del uniforme contrarrestó la helada neblina que rozaba el suelo y el aire gélido que penetraba sus pulmones. Una escolta de ocho hombres armados con rifles y granadas le siguió a través del portón, guardando por unos segundos sus armas para persignarse. Uno por uno, secaron sus botas en un tapete de papel periódico colocado detrás de los bancos y avanzaron para tomar asiento. Dos escoltas permanecieron en la entrada para registrar al resto de los presentes, además de un numeroso grupo de soldados vigilando tres manzanas a la redonda, sin embargo estas medidas de seguridad parecían ser excesivas, pues además de un grupo de ancianas cuya fe superaba el miedo, no solía haber mucha concurrencia a este tipo de ceremonias desde que las medidas de seguridad impedían a la gente cruzar palabra alguna en la calle.
Con el paso de los minutos la concurrencia fue aumentando. Decenas de soldados comenzaron a entrar, algunos escoltados y otros por su cuenta. Desde lo más alto del altar una paloma blanca observaba cómo se agrupaban según la franja de sus uniformes. En un rincón las ancianas temblaban al ver la enorme cantidad de asesinos presentes. Finalmente el padre subió a la tarima e hizo sonar las campanas.
-In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...
A lo lejos, desde una ruinosa casa, rodeado de compañeros expectantes y con el valor que segundos atrás le hizo falta, Rogelio oprimió el botón de un detonante que enviaría señal al cargamento de setenta y tres kilos de dinamita sembrados en los cimientos de la catedral.
Un suceso tan rutinario como ajeno para el humano -el fin de una vida- resonó colectivamente una vez más. Acallado por un prolongado grito, el fugaz estruendo permaneció en los callejones más oscuros por días enteros, haciendo salir de su escondite a miles de criaturas subterráneas que buscaron refugio dentro de las casas y arrebató de un golpe decenas de las vidas más preciadas para el pragmático dirigente de los grupos militares; recién llegados que esperaban recibir la bendición del padre antes de comenzar su trabajo. Espontánea, siempre puntual, la muerte hace acto de presencia y con un simple roce de su mano invita a las almas de los condenados a abandonar eternamente un cuerpo próximo a morir, a desintegrarse y fundirse con un absoluto cósmico, a elevarse en una eterna danza molecular, celestial, donde el polvo vuelve a la tierra, una tierra asfixiada por concreto, humo, desechos, guerras, odio, polvo, polvo que se verá impedido por la ausencia de relieve natural y será barrido por el viento, será esparcido para alimentar a microbios, irritar ojos y ser olvidado por siempre como tal. Tras la lamentable defunción –informada a las respectivas familias en media cuartilla taquigrafiada en papel encerado, donde se les condecoraba como héroes- de diez generales, cuarenta francotiradores, veinte espías y un regente, el ejército invasor quedaba sin recursos inmediatos, a excepción de infantería, para mantener el control sobre la ciudad. El momento de salir de la oscuridad había llegado. Asomando del agujero hecho por la explosión, la cabeza prehispánica de una serpiente tallada en piedra sonreía después de quinientos años.
CONTINUARÁ…

viernes, 4 de abril de 2008

2° tempo: ADAGIO

Always searching, never finding
Your shadows in the dark
Always searching, never finding
My shadows in the dark

Wishing you to be so near to me
Finding only my lonelines
Waiting for the sun to shine again
Finding that it's gone to far away
To die
To sleep
Maybe to dream

To die
To sleep
Maybe to dream

Maybe to dream
To dream
--------------------------------------------------------
New Trolls, "2° tempo: ADAGIO", Concerto Grosso N. 1, 1971

sábado, 8 de marzo de 2008

Fragmento

Difuminábase tu sombría silueta, dibujada irregularmente en el escabroso relieve de la pared, mientras el sol se ocultaba tras la barrera de mesetas áridas. Te perdí de vista unos instantes y de nuevo apareciste, empero, lejos de ser motivo de sombra, cortaste la penumbra con tu exigua, blanquecina y lunar luz.

jueves, 7 de febrero de 2008

Time



Ticking away the moments that make up a dull day
You fritter and waste the hours in an off hand way
Kicking around on a piece of ground in your home town
Waiting for someone or something to show you the way
-
Tired of lying in the sunshine staying home to watch the rain
You are young and life is long and there is time to kill today
And then one day you find ten years have got behind you
No one told you when to run, you missed the starting gun
-
And you run and you run to catch up with the sun, but its sinking
And racing around to come up behind you again
The sun is the same in the relative way, but youre older
Shorter of breath and one day closer to death
-
Every year is getting shorter, never seem to find the time
Plans that either come to naught or half a page of scribbled lines
Hanging on in quiet desperation is the english way
The time is gone, the song is over, thought Id something more to say

---- Breathe - reprise
Home, home again
I like to be here when I can
And when I come home cold and tired
Its good to warm my bones beside the fire

Far away across the field
The tolling of the iron bell
Calls the faithful to their knees
To hear the softly spoken magic spells.
-----------------------------------------------------------------------
Pink Floyd: Mason/Waters/Wrigth/Gilmour, "Time", Dark Side Of The Moon, 1973

miércoles, 6 de febrero de 2008

¿Muerte?

Con la cabeza recostada de lado y los párpados cubriéndome la mitad de los ojos, vi entrar una silueta que no alcancé a distinguir certeramente, entre haces de luces coloridas que danzaban ocultándose en la sombra, hasta que su respiración se escuchaba -profunda y discreta- a menos de un metro de mí. Con sólo ver los pliegues de su vestido me bastó para saber que se trataba de ella y sin necesidad de cruzar miradas lo deduje el resto: había amarrado su cabello en una coleta y lo adornaba con un prendedor de oro con brillantes que le había regalado su abuela, como solía hacer las sofocantes tardes de verano que aprovechaba para pasear en carro al campo, resplandeciente y ocultando la soberbia de su hermoso rostro tras un abanico; su mano izquierda había sustituído el rehilete habitual por un pañuelo perfumado que escurría lágrimas y mocos; su vestido había sido manchado de tierra en el instante en que cayó de un árbol al escapar por la ventana de la custodia paterna, y por lo mismo -imagino- le faltaba un zapato; el rumor de mi muerte se escabuyó por debajo de la puerta y escaló por las paredes hasta su habitación, donde hizo acto de presencia despertándola con un discreto sobresalto.
Ella estiró su mano hasta mi hombro y comenzó a tirar y empujar del mismo para sacudir mi cuerpo sin decir palabra alguna. Finalmente se detuvo para sentarse a mi lado. Rodeó con su brazo mi espalda y comenzó a susurrar incoherencias en mi oído.
-Ya vámonos, tenemos que irnos -me decía. Sin embargo no hubo reacción de mi parte.
Me tomó del brazo y comenzó a tirar de él, arrastrando el peso muerto de la mitad superior de mi cuerpo a la orilla de la cama, la cual cedió a la gravedad y se desplomó dando un golpe seco en el suelo.
-¿Ya te fuiste? -me preguntó en ánimo derrotista- ¿Ya me dejaste?
Al verse nuevamente sin respuesta se dio la vuelta, se encaminó molesta y con pasos decididos hacia la puerta de corteza podrida; sin decir una palabra más salió de la choza y comenzó a caminar sobre la tierra recién empapada por las esporádicas tormentas primaverales. En ese instante me puse de pie en un salto y corrí tras ella. Mientras la abrazaba le dije quedamente al oído: 'No te voy a dejar nunca'. La subí a mis hombros y la llevé cargando hasta la entrada de su casa, cojeando por la reuma, pero revivido por el destello de su risa infantil.

martes, 22 de enero de 2008

Léase: la historia de la humanidad

Almacenada dentro de una pequeña grieta en la banqueta, y enrojecida por el incesante flujo de sangre, una colilla de cigarro vieja le recordó inevitablemente las tardes en que se discutía de manera ferviente, entre un grupo de jóvenes estudiantes, el destino de un putrefacto y decadente mundo. Parte de la sangre que la enrojecía manaba de su horadado brazo, que reposaba inerte sobre la cabeza de algún desconocido, quien no había corrido con tanta suerte como él.
Hacía semanas que la ciudad había sido ocupada, inútilmente defendida por militares y, en intentos fácilmente disipados, por pequeños grupos de civiles que pretendían defender su hogar. Se había dado anuncio, por parte de los invasores, que las actividades cotidianas se llevarían a cabo normalmente, salvo por las estrictas medidas que habían sido impuestas, incluyendo un toque de queda que daba inicio antes del ocaso. Al principio la gente no salía de sus casas, pues temían a los centinelas que rondaban calle por calle, dejando tras de sí un permanente eco de bala y un denso olor a muerte. Tras unos días, la gente comenzó a salir aunque fuera únicamente a comprar provisiones, con un imprescindible nerviosismo, mirando en todas direcciones con miedo de cruzarse con una bala malintencionada, siempre agachando la mirada ante los patrulleros de oscuro uniforme, quienes ocasionalmente mataban gente por ocio, o la secuestraban para no volver a ser vista.
Para evitar los esporádicos intentos de recuperar la ciudad por parte de los civiles, se tenía prohibido que la gente se congregara en grupos de más de tres personas, por lo que se vieron muchas más masacres una vez que la gente comenzó a salir con un poco más de seguridad, retrayéndose de nuevo.
En ocasiones, cuando las congregaciones eran disueltas, mucha gente que simplemente iba de paso –a un radio de tres cuadras a la redonda- era asesinada sin siquiera saber que había un grupo rebelde cerca. Éste había sido el destino de Rogelio.
Tras una sorpresiva lluvia metálica, y una herida dolorosa, pero no letal, se tiró al piso del dolor y permaneció inmóvil para simularse muerto, medio oculto entre los cadáveres de los protestantes que huyeron en dirección suya. Sin levantar la cabeza del asfalto, escuchó con cuidado los pesados pasos de las botas de caucho que rondaban terminando de matar a aquellos que sólo habían sido heridos, y cuando finalmente se acercaron a él, contuvo la respiración y hasta podría haber jurado que su corazón se detuvo unos instantes para evitar hacer ruido. Tronó un rifle sobre su cabeza y a pesar del miedo y la sorpresa, no movió un músculo. El tiro perforó el pecho de un joven que, como él, se fingía muerto para evitar el tiro de gracia. La sangre de todas las víctimas inundaba las más pequeñas hendiduras del relieve de concreto.
Finalmente los soldados se agruparon y se retiraron marchando a un ritmo lento, casi hipnótico. Estaba vivo y en unos minutos, cuando el eco de los pasos cesara, podría levantarse y regresar a su casa, siempre y cuando no fuera demasiado tarde y la pérdida de sangre le impidiera mantenerse en pie. Mientras tanto, tenía que esperar.
Escondido en el eco de los pasos, que golpeaban el piso al unísono, le pareció escuchar dentro de su cabeza una canción de protesta que alguna vez, cuando joven, había entonado junto con veinte compañeros ante las oficinas del colegio. Recordó la satisfacción de hacerse escuchar, la felicidad de protestar por una causa que consideraba justa, la ilusión de lograr algo, y sobre todo, la calma de saber que su vida no corría riesgo al encararse a una autoridad de papel, cuyos castigos y reprimendas por escrito eran inútiles.
En el delirio de los recuerdos y la evasión de la realidad, la música fue esclareciéndose y tomando fuerza, como si no fuera un recuerdo y proviniera de algún lugar cercano.
Inspirado por los recuerdos y la música, intentó levantarse con el brazo que tenía ileso, sin embargo las fuerzas le abandonaron rápidamente y cayó pesadamente sobre un rojo charco que le salpicó la ropa. Al escuchar con mayor claridad la música, identificando claramente los compases de la canción, soltó un bufido de risa y finalmente se soltó a llorar en silencio, sin sollozar ni suspirar, simplemente derramando lágrimas de impotencia.
Cuando estaba casi seguro de la desaparición de las pisadas, intentó nuevamente, y sin éxito, ponerse de pie. Permaneció sentado unos minutos, jadeando de dolor y contemplando su brazo herido. La bala no lo había atravesado por completo, pero sería necesario coserle para sanar. Entonces una idea asaltó su mente: si era visto con una herida de bala por los patrulleros, probablemente sospecharían y le matarían sin titubear. Miró a su alrededor para examinar la desolada avenida. Trató de ver lo más lejos posible a lo largo de ambos lados del camino, uno de los cuales se perdía en una curva a poca distancia. Del otro lado se desaparecía la longitud de la calle en un largo trecho de color gris hasta una glorieta arbolada, que sólo podía verse como una mancha verde.
Sin darse cuenta, comenzó a tamborilear los dedos sobre su hombro a un ritmo repetitivo con la cabeza ladeada hacia el extremo verde de la avenida, que repentinamente comenzó a oscurecerse, como si una mancha negra se expandiera desde abajo, cubriéndola. El corazón se le disparó cuando reconoció a lo lejos el uniforme de los patrulleros que escoltaban una camioneta con altavoz. De un salto se levantó y al agacharse casi se cae de bruces. Comenzó a avanzar en cuclillas sosteniéndose de lo que tuviera a su alcance, pues las piernas no le funcionaban bien. Tan rápido como se lo permitía el nerviosismo se escabulló entre calles secundarias buscando algún lugar para esconderse. Alguna vez la zona estuvo llena de vida, comercios y atractivos turísticos. Las pocas tiendas y vendedores ambulantes que llegaron a abrir sus negocios fueron disuadidos a la fuerza para mantener libre toda la zona alrededor de aquella, la avenida principal.
Corrió lo más que pudo a través de los vacíos callejones impulsado por un primitivo instinto de supervivencia hasta que la pérdida de sangre le hizo caer sobre un costado con la vista borrosa. En el piso, luchó por no perder la conciencia, pero su cuerpo estaba llegando al límite. La cabeza le daba vueltas y las extremidades le hormigueaban. Recargado de espaldas contra una pared, con la cabeza apuntando hacia una nada celeste finalmente se dio por vencido y cerró los ojos esperando morir antes de ser encontrado. Mientras el mundo se desvanecía ante sus ojos, en un pequeño instante de lucidez notó que la música que inundaba las calles no era parte de su imaginación y provenía de un lugar cercano.

Un fuerte golpe en la cabeza le despertó. Al abrir los ojos vio un grupo de sombras cruzar corriendo por el callejón. Una de ellas le tiraba del brazo gritándole en voz baja que se levantara, que no tardaban en llegar los militares y si los encontraban en la calle a esa hora les matarían. La luna asomaba detrás de un gran edificio, de donde había estado sonando una y otra vez la misma canción a través de unas enormes bocinas colocadas a lo alto de éste.
Parpadeó varias veces mirando en todas direcciones, bastante aturdido y confundido, sin levantarse.
-¡Carajo, vámonos ya!- insistió la sombra y lo levantó de un jalón de brazo.
Sin saber a dónde se dirigía ni con quiénes iba, pero con la certeza de huir de una muerte segura, comenzó a correr tan rápido como le era posible, a la par de un grupo de siete u ocho personas camufladas de negro cuyo calzado no hacía ruido. Cuando a sus espaldas se escuchó el estruendoso arribo de un helicóptero, ya se encontraban suficientemente lejos, en uno de tantos edificios abandonados que la ciudad había rehusado a rehabilitar, y cuyo último piso contaba con un enorme ventanal desde el cual se sentaron todos a contemplar la escena que se llevaba a cabo sobre la avenida principal: el helicóptero exploraba los alrededores deteniéndose en ciertos puntos para indicar a los patrulleros el sitio donde había sido localizado algún civil noctámbulo. La música seguía sonando y desde el refugio podía escucharse levemente por encima de los motores. El helicóptero descendió sobre el techo del edificio y descargó varias docenas de soldados, quienes entraron a investigar el edificio de veintidós pisos.
Mientras observaba la escena, Rogelio recordó su brazo herido. Hasta entonces no había notado la camisa rasgada ni los vendajes, ni siquiera se había dado cuenta que su brazo permanecía inerte e insensible, tambaleándose al ritmo de sus pasos mientras corría. La sangre había dejado de fluir y la bala ya no estaba. Extrañado, se dispuso a preguntar qué había sucedido, sin embargo, fue interrumpido por un seco comentario:
-Ya se dieron cuenta.
Volteó nuevamente a ver la cima del edificio y vio que los soldados regresaban al helicóptero a empujones y que éste ya había encendido sus motores para elevarse aún sin todos los tripulantes dentro. Antes de elevarse medio metro, una serie de destellos se apoderaron del edificio y uno particularmente grande, en el piso veintidós, hizo volar ladrillos, cristales, hélices, uniformes calcinados y armas carcomidas. Cuando el humo se dispersó completamente la luna asomó con total esplendor iluminando con su blanca luz los escombros.