martes, 22 de enero de 2008

Léase: la historia de la humanidad

Almacenada dentro de una pequeña grieta en la banqueta, y enrojecida por el incesante flujo de sangre, una colilla de cigarro vieja le recordó inevitablemente las tardes en que se discutía de manera ferviente, entre un grupo de jóvenes estudiantes, el destino de un putrefacto y decadente mundo. Parte de la sangre que la enrojecía manaba de su horadado brazo, que reposaba inerte sobre la cabeza de algún desconocido, quien no había corrido con tanta suerte como él.
Hacía semanas que la ciudad había sido ocupada, inútilmente defendida por militares y, en intentos fácilmente disipados, por pequeños grupos de civiles que pretendían defender su hogar. Se había dado anuncio, por parte de los invasores, que las actividades cotidianas se llevarían a cabo normalmente, salvo por las estrictas medidas que habían sido impuestas, incluyendo un toque de queda que daba inicio antes del ocaso. Al principio la gente no salía de sus casas, pues temían a los centinelas que rondaban calle por calle, dejando tras de sí un permanente eco de bala y un denso olor a muerte. Tras unos días, la gente comenzó a salir aunque fuera únicamente a comprar provisiones, con un imprescindible nerviosismo, mirando en todas direcciones con miedo de cruzarse con una bala malintencionada, siempre agachando la mirada ante los patrulleros de oscuro uniforme, quienes ocasionalmente mataban gente por ocio, o la secuestraban para no volver a ser vista.
Para evitar los esporádicos intentos de recuperar la ciudad por parte de los civiles, se tenía prohibido que la gente se congregara en grupos de más de tres personas, por lo que se vieron muchas más masacres una vez que la gente comenzó a salir con un poco más de seguridad, retrayéndose de nuevo.
En ocasiones, cuando las congregaciones eran disueltas, mucha gente que simplemente iba de paso –a un radio de tres cuadras a la redonda- era asesinada sin siquiera saber que había un grupo rebelde cerca. Éste había sido el destino de Rogelio.
Tras una sorpresiva lluvia metálica, y una herida dolorosa, pero no letal, se tiró al piso del dolor y permaneció inmóvil para simularse muerto, medio oculto entre los cadáveres de los protestantes que huyeron en dirección suya. Sin levantar la cabeza del asfalto, escuchó con cuidado los pesados pasos de las botas de caucho que rondaban terminando de matar a aquellos que sólo habían sido heridos, y cuando finalmente se acercaron a él, contuvo la respiración y hasta podría haber jurado que su corazón se detuvo unos instantes para evitar hacer ruido. Tronó un rifle sobre su cabeza y a pesar del miedo y la sorpresa, no movió un músculo. El tiro perforó el pecho de un joven que, como él, se fingía muerto para evitar el tiro de gracia. La sangre de todas las víctimas inundaba las más pequeñas hendiduras del relieve de concreto.
Finalmente los soldados se agruparon y se retiraron marchando a un ritmo lento, casi hipnótico. Estaba vivo y en unos minutos, cuando el eco de los pasos cesara, podría levantarse y regresar a su casa, siempre y cuando no fuera demasiado tarde y la pérdida de sangre le impidiera mantenerse en pie. Mientras tanto, tenía que esperar.
Escondido en el eco de los pasos, que golpeaban el piso al unísono, le pareció escuchar dentro de su cabeza una canción de protesta que alguna vez, cuando joven, había entonado junto con veinte compañeros ante las oficinas del colegio. Recordó la satisfacción de hacerse escuchar, la felicidad de protestar por una causa que consideraba justa, la ilusión de lograr algo, y sobre todo, la calma de saber que su vida no corría riesgo al encararse a una autoridad de papel, cuyos castigos y reprimendas por escrito eran inútiles.
En el delirio de los recuerdos y la evasión de la realidad, la música fue esclareciéndose y tomando fuerza, como si no fuera un recuerdo y proviniera de algún lugar cercano.
Inspirado por los recuerdos y la música, intentó levantarse con el brazo que tenía ileso, sin embargo las fuerzas le abandonaron rápidamente y cayó pesadamente sobre un rojo charco que le salpicó la ropa. Al escuchar con mayor claridad la música, identificando claramente los compases de la canción, soltó un bufido de risa y finalmente se soltó a llorar en silencio, sin sollozar ni suspirar, simplemente derramando lágrimas de impotencia.
Cuando estaba casi seguro de la desaparición de las pisadas, intentó nuevamente, y sin éxito, ponerse de pie. Permaneció sentado unos minutos, jadeando de dolor y contemplando su brazo herido. La bala no lo había atravesado por completo, pero sería necesario coserle para sanar. Entonces una idea asaltó su mente: si era visto con una herida de bala por los patrulleros, probablemente sospecharían y le matarían sin titubear. Miró a su alrededor para examinar la desolada avenida. Trató de ver lo más lejos posible a lo largo de ambos lados del camino, uno de los cuales se perdía en una curva a poca distancia. Del otro lado se desaparecía la longitud de la calle en un largo trecho de color gris hasta una glorieta arbolada, que sólo podía verse como una mancha verde.
Sin darse cuenta, comenzó a tamborilear los dedos sobre su hombro a un ritmo repetitivo con la cabeza ladeada hacia el extremo verde de la avenida, que repentinamente comenzó a oscurecerse, como si una mancha negra se expandiera desde abajo, cubriéndola. El corazón se le disparó cuando reconoció a lo lejos el uniforme de los patrulleros que escoltaban una camioneta con altavoz. De un salto se levantó y al agacharse casi se cae de bruces. Comenzó a avanzar en cuclillas sosteniéndose de lo que tuviera a su alcance, pues las piernas no le funcionaban bien. Tan rápido como se lo permitía el nerviosismo se escabulló entre calles secundarias buscando algún lugar para esconderse. Alguna vez la zona estuvo llena de vida, comercios y atractivos turísticos. Las pocas tiendas y vendedores ambulantes que llegaron a abrir sus negocios fueron disuadidos a la fuerza para mantener libre toda la zona alrededor de aquella, la avenida principal.
Corrió lo más que pudo a través de los vacíos callejones impulsado por un primitivo instinto de supervivencia hasta que la pérdida de sangre le hizo caer sobre un costado con la vista borrosa. En el piso, luchó por no perder la conciencia, pero su cuerpo estaba llegando al límite. La cabeza le daba vueltas y las extremidades le hormigueaban. Recargado de espaldas contra una pared, con la cabeza apuntando hacia una nada celeste finalmente se dio por vencido y cerró los ojos esperando morir antes de ser encontrado. Mientras el mundo se desvanecía ante sus ojos, en un pequeño instante de lucidez notó que la música que inundaba las calles no era parte de su imaginación y provenía de un lugar cercano.

Un fuerte golpe en la cabeza le despertó. Al abrir los ojos vio un grupo de sombras cruzar corriendo por el callejón. Una de ellas le tiraba del brazo gritándole en voz baja que se levantara, que no tardaban en llegar los militares y si los encontraban en la calle a esa hora les matarían. La luna asomaba detrás de un gran edificio, de donde había estado sonando una y otra vez la misma canción a través de unas enormes bocinas colocadas a lo alto de éste.
Parpadeó varias veces mirando en todas direcciones, bastante aturdido y confundido, sin levantarse.
-¡Carajo, vámonos ya!- insistió la sombra y lo levantó de un jalón de brazo.
Sin saber a dónde se dirigía ni con quiénes iba, pero con la certeza de huir de una muerte segura, comenzó a correr tan rápido como le era posible, a la par de un grupo de siete u ocho personas camufladas de negro cuyo calzado no hacía ruido. Cuando a sus espaldas se escuchó el estruendoso arribo de un helicóptero, ya se encontraban suficientemente lejos, en uno de tantos edificios abandonados que la ciudad había rehusado a rehabilitar, y cuyo último piso contaba con un enorme ventanal desde el cual se sentaron todos a contemplar la escena que se llevaba a cabo sobre la avenida principal: el helicóptero exploraba los alrededores deteniéndose en ciertos puntos para indicar a los patrulleros el sitio donde había sido localizado algún civil noctámbulo. La música seguía sonando y desde el refugio podía escucharse levemente por encima de los motores. El helicóptero descendió sobre el techo del edificio y descargó varias docenas de soldados, quienes entraron a investigar el edificio de veintidós pisos.
Mientras observaba la escena, Rogelio recordó su brazo herido. Hasta entonces no había notado la camisa rasgada ni los vendajes, ni siquiera se había dado cuenta que su brazo permanecía inerte e insensible, tambaleándose al ritmo de sus pasos mientras corría. La sangre había dejado de fluir y la bala ya no estaba. Extrañado, se dispuso a preguntar qué había sucedido, sin embargo, fue interrumpido por un seco comentario:
-Ya se dieron cuenta.
Volteó nuevamente a ver la cima del edificio y vio que los soldados regresaban al helicóptero a empujones y que éste ya había encendido sus motores para elevarse aún sin todos los tripulantes dentro. Antes de elevarse medio metro, una serie de destellos se apoderaron del edificio y uno particularmente grande, en el piso veintidós, hizo volar ladrillos, cristales, hélices, uniformes calcinados y armas carcomidas. Cuando el humo se dispersó completamente la luna asomó con total esplendor iluminando con su blanca luz los escombros.